Estatuas nocturnas
1. Siempre era de noche. Por la ventanilla del auto, miraba aquellos edificios de vidrios oscuros y letreros luminosos en hilera. Para mí, pertenecían a una ciudad abandonada; sin embargo, tantos neones multicolores, el insistente efecto prende-apaga de los años setenta, palabras como "casino", "hotel", "bar", todo apuntaba a dar a entender que allí había diversión, que allí había vida. Pero no: esa ciudad moría temprano. Creo que era pura utilería, que en esos edificios y casinos y hoteles y bares no había nadie.
El auto recorría la rambla de ida y vuelta sin que supiéramos muy bien para qué. Al final, solo nos encontrábamos con la estatua fantasmal de Balboa mirando hacia el Océano Pacífico. Ni en eso había afinidades posibles.
Rato después, volvíamos a casa. La salida tenía el efecto de hacernos sentir más solos que nunca.
2. Otras noches, mis padres nos hacían poner el pijama y marchábamos al autocine. Eso era mejor; además, no se notaba mucho si no había demasiado tema de conversación. Me gustaban esos parlantes enormes de metal que se ponían en la ventanilla del auto; me gustaba el olor de la mantequilla caliente sobre el pop corn; me gustaba la magnífica pantalla gigante en un mundo de diminutos televisores blanco y negro. Con mi hermano llevábamos almohadas, pero yo jamás dormía. Ni en el autocine ni después: la cabeza rodando de un esclavo decapitado en Queimada, las heridas de un matrimonio de espías después de la tortura, la pobre mujer acosada por un asesino en Terror ciego... Vi, en la modalidad autocine, muchas películas que no debí haber visto a mis ocho, nueve años. Pero quizás el amor por el cine haya empezado allí.
Al igual que los insomnios, claro. La desesperación de Taylor al encontrar la Estatua de la Libertad en El planeta de los simios. Que ya no sea posible regresar al lugar del que se partió porque ese lugar no es un lugar geográfico solamente. Su impotencia y sus maldiciones finales me erizaron. En algún lugar sin palabras, lo comprendía todo.
El auto recorría la rambla de ida y vuelta sin que supiéramos muy bien para qué. Al final, solo nos encontrábamos con la estatua fantasmal de Balboa mirando hacia el Océano Pacífico. Ni en eso había afinidades posibles.
Rato después, volvíamos a casa. La salida tenía el efecto de hacernos sentir más solos que nunca.
2. Otras noches, mis padres nos hacían poner el pijama y marchábamos al autocine. Eso era mejor; además, no se notaba mucho si no había demasiado tema de conversación. Me gustaban esos parlantes enormes de metal que se ponían en la ventanilla del auto; me gustaba el olor de la mantequilla caliente sobre el pop corn; me gustaba la magnífica pantalla gigante en un mundo de diminutos televisores blanco y negro. Con mi hermano llevábamos almohadas, pero yo jamás dormía. Ni en el autocine ni después: la cabeza rodando de un esclavo decapitado en Queimada, las heridas de un matrimonio de espías después de la tortura, la pobre mujer acosada por un asesino en Terror ciego... Vi, en la modalidad autocine, muchas películas que no debí haber visto a mis ocho, nueve años. Pero quizás el amor por el cine haya empezado allí.
Al igual que los insomnios, claro. La desesperación de Taylor al encontrar la Estatua de la Libertad en El planeta de los simios. Que ya no sea posible regresar al lugar del que se partió porque ese lugar no es un lugar geográfico solamente. Su impotencia y sus maldiciones finales me erizaron. En algún lugar sin palabras, lo comprendía todo.
"Oh my God. I'm back. I'm home. All the time, it was... We finally really did it ... You Maniacs! You blew it up! Ah, damn you! God damn you all to hell!" (escena final de “El planeta de los simios”, 1968)
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