The Fortune Teller
La serpiente le muerde el tobillo al lobo. El lobo es el gigante Atlas, cargando sobre sus espaldas el peso del mundo. No: es un escuincle, un perro azteca, de esos que se enterraban con el muerto para que lo guiara a lo largo de su terrible viaje por las húmedas tierras del Mictlán. O es Anubis, la deidad egipcia de cuerpo humano y cabeza canina. Sí, es Anubis.
Encima de la rueda, la esfinge. Lleva una espada al hombro; la espada quiere decapitar al águila pero se contiene. El águila, inocente del peligro, sufre en secreto mientras tanto: moriría por ser una paloma mensajera y llevar el esperanzador olivo hasta las manos de Noé. Pero no puede, nada ni nadie le evitará ser lo que es: un águila majestuosa. Tiene un destino tirano que la condena a la grandeza.
Del otro lado, el ángel levanta la vista de su libro y desde su nube le reprocha en silencio. "Pudiendo volar, que no vuele... pudiendo ser grande, que quiera no ser vista...". Mueve la cabeza en reprobación amarga, y el águila, avergonzada, desvía la mirada. Ahí se encuentra con la serpiente que le muerde el tobillo al lobo.
Más abajo, un buey alado y un león, también alado, se tumban plácidos al sol; sostienen entre sus patas delanteras un libro cada uno. Están entretenidos, se ven en paz; parecen figuras del establo de Belén. No tienen la menor idea de para qué podrían usar sus alas. Mejor para ellos.
Todo está lleno de nubes. Arriba y abajo. La rueda de la fortuna gira una vez más, y de súbito, antes de percatarse ella misma, la serpiente suelta al lobo, lo deja de morder. El lobo se da cuenta del alivio y no pierde un instante: se libera del peso del mundo. Al verlo actuar, el águila también se anima un poco; se larga a planear por los cielos en danza luminosa. Por eso mismo, al contemplarla, el ángel sonríe y deja de juzgar al prójimo; tanto el buey como el león sienten de pronto una punzada entre los omóplatos. Las cosas marchan. Hay liviandad.
Es cuando la esfinge, sin aviso, toma la empuñadura de la espada y hiere a alguien. A cualquiera que por azar pasara cerca de allí justo en ese momento.
Se escucha desde el fondo de la tierra un chirrido pesado; la rueda de la fortuna gira una vez más. Y la serpiente, sin saber por qué, no puede evitar volver a morderle el tobillo al lobo.
Encima de la rueda, la esfinge. Lleva una espada al hombro; la espada quiere decapitar al águila pero se contiene. El águila, inocente del peligro, sufre en secreto mientras tanto: moriría por ser una paloma mensajera y llevar el esperanzador olivo hasta las manos de Noé. Pero no puede, nada ni nadie le evitará ser lo que es: un águila majestuosa. Tiene un destino tirano que la condena a la grandeza.
Del otro lado, el ángel levanta la vista de su libro y desde su nube le reprocha en silencio. "Pudiendo volar, que no vuele... pudiendo ser grande, que quiera no ser vista...". Mueve la cabeza en reprobación amarga, y el águila, avergonzada, desvía la mirada. Ahí se encuentra con la serpiente que le muerde el tobillo al lobo.
Más abajo, un buey alado y un león, también alado, se tumban plácidos al sol; sostienen entre sus patas delanteras un libro cada uno. Están entretenidos, se ven en paz; parecen figuras del establo de Belén. No tienen la menor idea de para qué podrían usar sus alas. Mejor para ellos.
Todo está lleno de nubes. Arriba y abajo. La rueda de la fortuna gira una vez más, y de súbito, antes de percatarse ella misma, la serpiente suelta al lobo, lo deja de morder. El lobo se da cuenta del alivio y no pierde un instante: se libera del peso del mundo. Al verlo actuar, el águila también se anima un poco; se larga a planear por los cielos en danza luminosa. Por eso mismo, al contemplarla, el ángel sonríe y deja de juzgar al prójimo; tanto el buey como el león sienten de pronto una punzada entre los omóplatos. Las cosas marchan. Hay liviandad.
Es cuando la esfinge, sin aviso, toma la empuñadura de la espada y hiere a alguien. A cualquiera que por azar pasara cerca de allí justo en ese momento.
Se escucha desde el fondo de la tierra un chirrido pesado; la rueda de la fortuna gira una vez más. Y la serpiente, sin saber por qué, no puede evitar volver a morderle el tobillo al lobo.
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