Noche de Walpurgis: Ginebra, Arturo, Morgana, las hadas del bosque, mi novela y yo

 
Cuando la gente se va a un retiro (religioso, profesional o en el marco de un proceso terapéutico), generalmente lo hace para encontrar la paz que le permita acometer ciertos proyectos u objetivos, o para que terminen surgiendo espontáneamente procesos que, de otro modo -de no ser por ese "fuera del mundo" artificial que se crea-, costaría demasiado contactar o por lo menos llevaría muchísimo más tiempo. Uno se va, confiado en que su rutina, su mundo de todos los días, lo estará esperando allí cuando regrese, intacto e inmóvil, como el castillo de la Bella Durmiente que seguía preso del hechizo un siglo después.
Mi rutina, mi mundo de todos los días, saltó en pedazos recientemente, y "paz" es lo último que puedo esperar en medio del inmenso dolor que estoy viviendo ahora (dolor cuyo sentido es, precisamente, tratar de recuperar dicha paz). Creí que, para mí, el soñado retiro literario en Solís, con el ya probadísimo equipo femenino de escritoras -y amigas-, quedaría literalmente en el tintero. Nadie puede escribir una vez que el tsunami golpea y arrasa con todo: se dedica a salvar la vida, a recobrar las maltrechas pertenencias que flotan, a reparar la casa o improvisar un techito, a sostener a otros heridos, a dejarse curar por las brigadas solidarias, a buscar alimento día a día, sin acopio posible, a juntar leña para prender fuegos que recuerden el hogar. Sí: uno se dedica a sobrevivir cuando el tsunami golpea; lo último que podría hacer es escribir. Tampoco se puede escribir mientras se avista la ola a lo lejos, por cierto.

Un amante del cine arte me comentó una vez sobre una película de aquel director interesante (aunque demasiado arriesgado en sus propuestas estéticas, a mi gusto) que filma ese preciso momento y lo sostiene como en una cámara lenta eterna: la ola gigante a lo lejos, imponente, majestuosa, durante rollos y rollos de filme. Los espectadores permanecen, igual, en sus butacas, por la arrolladora belleza de otras secuencias en la historia. Personalmente, semejante imagen me causaría torturantes pesadillas por su contenido arquetípico.

"No importa, vení igual, aunque sea a pedacitos", fue -más o menos- el mensaje de mis compañeras en la pasada noche de Walpurgis. Y milagrosamente fui. Claro que a pedacitos, pero rodearse de siete hadas y un bosque ayuda a la sanación, por más duros que hayan sido algunos momentos. El silencio creativo me hace bien; los momentos de amistad gozosa, también. Y aunque no haya escrito mucho más que mis bitácoras de la vida, leí con concentración  mi novela trunca (no puedo llamarle ya "proyecto" cuando tiene 180 páginas escritas, aunque haya sido hace siglos) que sorprendentemente me dijo mucho de mí, de lo que estoy viviendo ahora mismo, a años de distancia; me conectó, página a página, con mis búsquedas de siempre. Retomé nada menos que el sentido del juego, el desafío y el misterio de escribir esa novela. La tríada bendita. Nada mal para un retiro en el medio de un tsunami.

Estuve llorando en la hamaca, tapada y escuchando música, hasta que en medio de esa desolación un hilito de luz, de esos que se filtran desde las copas de los árboles, me hizo sentir que encontraba algo como el camino de regreso a mí misma y a mi fuerza, a mi alegría de ser yo, la que soy. Al final, el Darno estaba cantando/me en francés; era parte de esos hilos de luz, de muchos hilos que se entretejen para sostenerme. No es cierto que la imagen de la telaraña implique lo malévolo, lo destructivo; quizás esa sea la realidad de los insectos. Para mí, los hilos, la red, la telaraña que se teje son todos huellas, rastros, señales y ovillos de salida.

En ese mágico momento de retorno, me pareció ver una línea que aparecía y desaparecía a medida que la hamaca se iba meciendo. Una finísima línea vertical que se ocultaba y se dejaba ver en una danza de brillos y transparencias. Bajaba desde no se sabe dónde hasta mi bota; parecía un inesperado rayo láser de la Guerra de las Galaxias.

Cuando al fin me di cuenta, quise correr a contarle a Morgana, pero me contuve para no distraerla de lo suyo. Allí, mientras estuve rearmando mis pedazos en la hamaca, asida a mis guías invisibles, entre temporales y naufragios, una araña tuvo el atrevimiento bendito de tejerme encima el primer hilo de su futura telaraña. Por un instante, tuve a Levrero frente a frente, o al menos habrá sido el recuerdo de su lección principal: la autenticidad, el valor de ser quien se es, incluso cuando la gente que amamos y que nos ama no pueda comprenderlo, mucho menos acompañarlo. Memento mori.

Observé por última vez, maravillada, el fortuito brillo que me hablaba al oído, y tomé entonces el hilo casi invisible con la mano izquierda. El regalo de la araña se quedó conmigo. Estaba en paz. Sabía que no duraría, pero lo estaba.

La noche de Walpurgis misma prendimos un gran brasero, comimos guiso de lentejas, tomamos vino, quemamos unos papelitos que guardaban todo aquello de lo que nos queríamos desprender en nuestras vidas y luego otros papelitos con lo que deseábamos con toda el alma. Fue una especie de ritual improvisado; yo comenté que iba a ser difícil que alguna iglesia lograra captarnos alguna vez, con semejante poder de autogestión. Cada una sacó, además, una carta del tarot del Rey Arturo que Morgana había llevado. Ocho cartas, como dardos certeros, con capas ocultas que continuarían luego, en los días por venir, su proceso de cebolla hasta develar la totalidad del oráculo. Un círculo de mujeres escritoras alrededor de un brasero prendido convoca fuerzas muy poderosas.

A mí me tocó el Cuatro de Espadas. No sé qué dirá la estadística de estas cosas, pero desde mi experiencia personal era imposible que saliera un palo distinto que el de espadas. Conozco bien la carta, sus significados habituales, pero no en esta versión del Rey Arturo, que además me llega especialmente por mi condición de Ginebra. La imagen que presentaba este tarot para ilustrar dicha carta era Isolda la de las Blancas Manos. Recién como una semana después, los insights me empezaron a golpear, pero esa es otra historia (que quizás escriba luego aquí). El significado liso y llano que el librillo daba sobre mi Cuatro de Espadas decía así:

Recuperación. Sanación. Retirada a un entorno seguro y tranquilo. Tomarse un respiro. Abandonar una situación tensa y caótica para aclarar la mente y evaluar los propios planes. Indagación serena en la propia alma. Recuperar la fuerza y dirección. Recibir protección y cálida hospitalidad. Convalescencia. Abandonar un estilo de vida peligroso. Puede indicar una estancia en el hospital. 

[espero que esto último sea en un sentido metafórico, aunque a estas alturas todo es posible]

El lugar común de hoy: ""Y, viejo, qué te voy a decir... ¡de que las hay, las hay!"  Mucho más todavía un 30 de abril, aquelarre de Walpurgis. Noche en la que, a cierta hora, los cielos y la luna se oscurecen por la multitud de brujas que surcan los espacios. Yendo al encuentro con sus pares.

Comentarios

MaGa dijo…
La bella Isolda de las blancas manos...que no la rubia. Isolda la sanadora, me late.
Una fuerza de lejos Gaby "navegar es necesario".
Anónimo dijo…
... no naufragar también, ja ja!

Recién me doy cuenta de que la imagen que publiqué del tarot del Rey Arturo tiene ocho cartas, como las ocho que éramos.
VESNA KOSTELIĆ dijo…
Qué noche la de ese viernes. Locas. Autónomas. Vivas. Yo también pensé que habías pegado las cartas nuestras, pero después me fijé y la mía (La tierra devastada... Nº?) no estaba.
Fijate si seré una persona positiva que lo que dijo me gustó. Era la única que sonreía ante mi oráculo ante la cara medio desesperada ante la devastación de las otras siete.