SUAT Ovidio Emergencia Móvil
Omnis amans militat.
Este es uno de los tres números que escribí como proyecto para una columnita en una muy conocida revista uruguaya, allá por 1997 o 1998. La editora, luego de una reunión muy entusiasta y cálida en la que quedamos que bocetaría algunos apuntes (hice no uno sino dos proyectos de columna, pero este era mi favorito), más tarde no se dignó siquiera a leerlos (no diría "a recibirlos" porque cualquiera puede aceptar papeles que al final igual no serán leídos, pero en mi caso sé que no los leyó simplemente porque decidí no dejárselos ni bien empecé a captar cierto inexplicable ambiente enrarecido, con excusas varias y disculpas). Lo que me remachó, paradójicamente, fue que Levrero me hubiera recomendado allí como una de las voces narrativas jóvenes más originales y estupendas que había en el país en ese momento bla bla bla. Aunque no fue la editora quien me saboteó: de haber sido cierto el juicio de Levrero, ella solo hubiera ganado con tenerme en la cancha. Pero mis problemas nunca son con los principales: por lo general, aparecen desde los flancos laterales, dado que los que me serruchan las patas suelen ser las manos derechas, los segundos, los vices. Y bueno.
Desde el barril quería tomar como excusa un fragmento filosófico, y a partir de él escribir cualquier derivación mía, mundana y menor. Todavía tengo prontos por ahí dos numeritos más, durmiendo el sueño de la tinta reprimida. Y había seleccionado también varios fragmentos filosóficos como para desarrollar sus artículos correspondientes, si la cosa tenía continuidad. Pero qué pereza, mi Dios querido.
DESDE EL BARRIL  (6)
                               por  G. ONETTO
En un pequeño manual con el que trató de contener el escandaloso recibimiento que su más famoso libro, El Arte de Amar, tuviera en la Roma de Augusto ***  (y que, como todo cuadro fidedigno de las costumbres de la época,  termina siempre valiéndole al autor algún tipo de escarmiento, en este  caso el destierro), Publio Ovidio Nasón, poeta ingenioso y preceptor del  amor lascivo, compadecido de quienes sufren a causa de amores  despechados, dijo así:
«Si  se está obligado a permanecer en Roma, diversos remedios pueden ser  buenos: 1) pensar continuamente en los defectos de la amiga... Todo  cuanto puedas, desfigura las cualidades de tu querida, y engaña por este  medio tu juicio. Llámala gordinflona, si es fornida; negra, si es  morena. A la de fino talle, puede achacársele la falta de que es seca.  Ten por petulante a la que es cumplida, y por pusilánime a la que sea  modesta... Bueno será también que la sorprendas, por la mañana, en su  alcoba o en el tocador, cuando todavía no está arreglada y en  disposición de agradar.»
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n  la desesperada lucha por recobrar los estribos cuando de asuntos del  corazón se trata, se permite cualquier cosa; incluso recurrir a este  práctico compendio con que Ovidio nos ampara a las generaciones  posteriores. Los Remedios para el amor conforman  muy decorosamente -hasta para los que nos bamboleamos con un pie sobre  el mismísimo siglo veintiuno- un verdadero manual de primeros auxilios  contra las quemaduras del amor desafortunado. 
Hoy en día, el recurso que me parece más remarcable es precisamente el citado arriba: convencerse, necedad mediante,  de los múltiples defectos de nuestro provocador de desvelos. No hay forma de perder con este método (excepto, claro está,  topándonos  por azar con nuestro objeto de deseo frente a frente: por algún motivo,  esa imprevista circunstancia tira abajo cualquier estrategia militar  hasta el cansancio bosquejada).
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Sería  lógico pensar que siempre que nos encontraramos enredados entre los  hilos de una pasión desafortunada (o que sabemos que irremediablemente  nos llevará al infortunio, lo cual, para el caso, es lo mismo),  intentásemos buscar, si somos razonables, el modo de apartarnos de ella y  de olvidar a esa persona. Lamentablemente, nunca somos razonables: casi  ninguno termina con sus pasiones sino hasta que se ha convertido en un  maltrecho ciudadano,  presto candidato para  la  lectura de Ovidio (el suicidio sería demasiado pedir, después de cierta  edad). En el fondo, hay un cierto regodeo en el sufrimiento amoroso,  una deliciosa herida que nos hace sentir vivos y a la que muchas  personas no están dispuestas a renunciar bajo ningún concepto.
Este  inconsciente manifiesto de principios se da con mayor frecuencia, como  es de suponer, durante la primera juventud. Después, por desgracia,  nos volvemos más prácticos y tontos. 
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Una  vez, cuando tenía 17 ó 18 años apenas, me encontré en una playa perdida  con un sujeto que años atrás había sido mi amor platónico, mi muso  inspirador, mis ruborizadas taquicardias liceales, mi tábula rasa para  toda clase de fantasías románticas. El mar rugía, frenético; las  palmeras se doblaban con la brisa tropical; la laguna ocultaba  hambrientos cocodrilos; las tortugas gigantes parían huevos en la  orilla; las hamacas hacían un desesperante ruidito como de paso del  tiempo. En fin: haré corta la historia. Volvimos a la ciudad en el mismo  ómnibus; era de noche, y teníamos como ocho horas por delante. Toda una  jornada laboral, digamos, pero de besos y manoseos varios. 
Me agarré un insomnio que todavía hoy, de vez en cuando, me aparece. 
Él,  sin embargo, durmió durante un rato. A mí me subían y me bajaban las  endorfinas, adrenalinas, feniletilaminas y otras cosas que ya no  registro ni remotamente. A través de la ventanilla, vagué con la mirada  por el paisaje buscando un tiempo de reacción: que el alma me aterrizara  en el cuerpo, o al revés. A mi lado, dormía el hombre más misterioso,  más peligroso, más inolvidable, más aterrorizante de la tierra, creía  yo. De pronto, empecé a sospechar que mi libertad y mi vida misma  estaban bajo una amenaza desconocida a causa de ese tipo. Que había  contraído una enfermedad mortal, un mal que emanaba de su cara y de su  cuerpo, y en el que ya no intervenía mi voluntad en lo más mínimo. 
Estaba  frita y lo sabía. Pese a que esa conciencia de fiera acorralada era  inédita para mí, me daba cuenta perfectamente de que había quedado en  las manos de ese hombre: perdida para mí misma, por los siglos de los  siglos. 
Entonces algo sucedió. 
El misterioso, peligroso, inolvidable y aterrorizante amante empezó a roncar. Ahí, en el ómnibus, cada vez más fuerte. 
Yo seguía mirando para afuera por la ventanilla. Algo -quizás el fantasma de Ovidio-  me advirtió en mi interior que, si yo lo miraba en aquel momento,  si yo lograba presenciar con mis propios ojos la ridícula escena en la  que mi bello durmiente gruñía a sus anchas con la boca abierta, ya sin  ningún misterio (porque hasta las amígdalas se le exhibían  impúdicamente), quedaría  curada para siempre de su embrujo. Volvería a ser libre, lo vería como a  un hombre ordinario, regresaría a mi propio ser como si aquel encuentro  jamás hubiese sucedido. 
                                      *        *        *
Pero  yo, por supuesto, no lo quise ver así, desarmado y humano, roncando  como un patán cualquiera. Me quedé insomne y aterrada, mirando por la  ventanilla de aquel ómnibus. Porque Ovidio será un sabio, ciertamente,  pero los remedios sólo sirven para aquellos que han sufrido hasta el  fondo las enfermedades. 
***  Los Remedios contra el Amor,  Publio Ovidio Nasón, año 2 ó 3 de nuestra era.
Para leer más: 
Esconderse/Revelarse  (otro de los artículos inéditos desempolvados de "Desde el barril",  publicado aquí en el blog en febrero de este año, esta vez con la excusa  de un fragmento del antipsiquiatra R.D.Laing)
El último que me queda bajo la manga es un número a partir de San Agustín. Veré. 

Comentarios
Saludiños, Miriam
Bello post, cómo escribís guacha. Y desde chiquita.