Vacío
No soporto más ver la laxitud de mi blog, que fue hermosamente catalogado por Artemio Lupin como "melancolía y creatividad montevideana" en sus Artemio Lupin Awards a los diez mejores blogs de 2007 (hoy me enteré, no sé quién es esta persona, solo que vive en Chile y que es muy elegante según su foto de perfil). Pero justo hoy no tengo nada que decir.
O quizás sí, quizás tendría demasiado y el embudo no me alcanza. Son las 2:22 a.m. La noche está quieta allá afuera. Hay un brasilero macumbero en la televisión exorcizando demonios, y yo quisiera exorcizar los míos. Pero el embudo no me alcanza.
Igual, más vale poner algo aquí que me dé la impresión de que escribo.
Iba a poner solo la primera frase, pero la frase continuó por su cuenta...
El sábado hará cuatro años que murió Levrero. Astor tenía 15 días de nacido y estaba en mis brazos; por algún motivo, quizás propio de esos ángeles custodios que se compadecen en estos casos, esa mañana se me ocurrió llevarlo conmigo cuando bajé mi correo. Nunca lo había hecho. Y justo fue ese día, aquel momento congelado en que inocentemente abrí el mensaje de Chl, un correo con el subject "Re:" a alguna boludez mía de tiempo atrás. Me acuerdo que me dispuse a leer con agrado algun juego nuestro. Pero no, decía algo como "Esta mañana a las 9.35 hrs falleció Mario. No sufrió y estuvo rodeado de amigos y sus mujeres. Quería que lo supieras, ahora no puedo escribir". En algún lado lo tengo guardado. Creo que fue la única vez en mi vida que la conciencia del duelo, de la muerte, de la pérdida y la separación me fulminó en el mismo momento en que me enteraba, y me puse a llorar inconsolablemente con aquel diminuto Astor en los brazos, que de algún modo me cuidó hasta que me encontró Guzmán. Cuando murió mi tío Pocho, cuando murió Ana, José Manuel, Manolo, incluso el Darno, me quedé paralizada hasta que pude aflojar. Pero con Levrero me atravesó el rayo. Sabía que nunca, nunca jamás lo volvería a ver, a oír, nunca más recibiría una mísera línea desde alvartot (y hasta la fecha, de vez en cuando, mando un correo solo para comprobar que rebota) ni podría preguntarle qué hacer con mi vida, la escritura, los talleres. Nunca me reiría tanto; nunca nos diríamos las verdades con alguien de ese modo, frontalmente, sin que se tambaleara un ápice nuestro cariño; nunca nadie –nunca más– me entendería del todo. El universo quedó desolado, yermo, lleno de árboles de otoño con los troncos carcomidos. Fue devastador. Chl fue ella misma otro ángel guardian para mí, y siempre le agradecí ese gesto de recordarme en el medio del temporal, de no dejarme librada a los siete mil kilómetros que me separaban de lo irreparable. Me hubiera enterado después y hubiera sido espantoso, traicionero, injusto. Al menos pude ir a inscribir a mi hijo al Registro Civil al mismo tiempo en que en Montevideo lo enterraban. Muerte y vida, ni modo. Era la letra chica del contrato.
Por eso, y aunque suene ridículo, lloré en la escena de Kung Fu Panda en la que el Maestro Tortuga se va a No Se Sabe Dónde, feliz, envuelto en pétalos de rosa, y le pasa el bastón al pobre maestrito comadreja (o lo que fuera ese bicho). Y el atribulado maestrito Shifu (bah, era un gran maestro, pero es que el otro era sobrenatural!) le ruega que no, que no se vaya, que no está preparado para la tarea. Pero al Maestro Tortuga no se le mueve un pelo, porque él está listo y lo único que quiere es la libertad, así que se desvanece entre las rosas con una sonrisa beatífica, como esas sonrisas raras que se nos aparecen en los sueños llenos de paz. Entonces Shifu se queda ahí parado, en medio de la noche, a las 2:58 a.m., con el bastón en la mano y preguntándose si acaso podrá con la tarea sin su Maestro.
Y claro que puede, la película lo demuestra: ¡entrena a Po, el panda protagónico, cultor de Mc Donald o su equivalente chino, gordito feliz, incapaz de tocarse la punta de los pies! Aunque que fuera tan negado era solo una apariencia, porque al final el maestrito Shifu resultó todo un estratega y logró motivarlo con lo que más le gustaba (la comida, en este caso). Nadie se convierte en un guerrero si no tiene madera. Y –ya sé que es una película– al final Po logró derrotar al malvado Tai Lung.
Sabemos, sin embargo, que todo eso es bastante poco probable. Porque en la vida real, nadie se preocupa del obeso panda Po ni del maestrito Shifu y mucho menos del Maestro Tortuga (en la web de Kung Fu Panda ni siquiera figura). Al mundo solo le interesan los Cinco Furiosos.
Como sea, yo lloré. Y también estaba Astor, en la butaca de al lado, con las piernitas colgando.
Levrero se murió por cabezón, o quizás porque amaba más el aroma de las rosas que el peso de los bastones. Y no pongo foto de Kung Fu Panda porque no quiero sufrir una demanda de Dreamworks.
O quizás sí, quizás tendría demasiado y el embudo no me alcanza. Son las 2:22 a.m. La noche está quieta allá afuera. Hay un brasilero macumbero en la televisión exorcizando demonios, y yo quisiera exorcizar los míos. Pero el embudo no me alcanza.
Igual, más vale poner algo aquí que me dé la impresión de que escribo.
Iba a poner solo la primera frase, pero la frase continuó por su cuenta...
El sábado hará cuatro años que murió Levrero. Astor tenía 15 días de nacido y estaba en mis brazos; por algún motivo, quizás propio de esos ángeles custodios que se compadecen en estos casos, esa mañana se me ocurrió llevarlo conmigo cuando bajé mi correo. Nunca lo había hecho. Y justo fue ese día, aquel momento congelado en que inocentemente abrí el mensaje de Chl, un correo con el subject "Re:" a alguna boludez mía de tiempo atrás. Me acuerdo que me dispuse a leer con agrado algun juego nuestro. Pero no, decía algo como "Esta mañana a las 9.35 hrs falleció Mario. No sufrió y estuvo rodeado de amigos y sus mujeres. Quería que lo supieras, ahora no puedo escribir". En algún lado lo tengo guardado. Creo que fue la única vez en mi vida que la conciencia del duelo, de la muerte, de la pérdida y la separación me fulminó en el mismo momento en que me enteraba, y me puse a llorar inconsolablemente con aquel diminuto Astor en los brazos, que de algún modo me cuidó hasta que me encontró Guzmán. Cuando murió mi tío Pocho, cuando murió Ana, José Manuel, Manolo, incluso el Darno, me quedé paralizada hasta que pude aflojar. Pero con Levrero me atravesó el rayo. Sabía que nunca, nunca jamás lo volvería a ver, a oír, nunca más recibiría una mísera línea desde alvartot (y hasta la fecha, de vez en cuando, mando un correo solo para comprobar que rebota) ni podría preguntarle qué hacer con mi vida, la escritura, los talleres. Nunca me reiría tanto; nunca nos diríamos las verdades con alguien de ese modo, frontalmente, sin que se tambaleara un ápice nuestro cariño; nunca nadie –nunca más– me entendería del todo. El universo quedó desolado, yermo, lleno de árboles de otoño con los troncos carcomidos. Fue devastador. Chl fue ella misma otro ángel guardian para mí, y siempre le agradecí ese gesto de recordarme en el medio del temporal, de no dejarme librada a los siete mil kilómetros que me separaban de lo irreparable. Me hubiera enterado después y hubiera sido espantoso, traicionero, injusto. Al menos pude ir a inscribir a mi hijo al Registro Civil al mismo tiempo en que en Montevideo lo enterraban. Muerte y vida, ni modo. Era la letra chica del contrato.
Por eso, y aunque suene ridículo, lloré en la escena de Kung Fu Panda en la que el Maestro Tortuga se va a No Se Sabe Dónde, feliz, envuelto en pétalos de rosa, y le pasa el bastón al pobre maestrito comadreja (o lo que fuera ese bicho). Y el atribulado maestrito Shifu (bah, era un gran maestro, pero es que el otro era sobrenatural!) le ruega que no, que no se vaya, que no está preparado para la tarea. Pero al Maestro Tortuga no se le mueve un pelo, porque él está listo y lo único que quiere es la libertad, así que se desvanece entre las rosas con una sonrisa beatífica, como esas sonrisas raras que se nos aparecen en los sueños llenos de paz. Entonces Shifu se queda ahí parado, en medio de la noche, a las 2:58 a.m., con el bastón en la mano y preguntándose si acaso podrá con la tarea sin su Maestro.
Y claro que puede, la película lo demuestra: ¡entrena a Po, el panda protagónico, cultor de Mc Donald o su equivalente chino, gordito feliz, incapaz de tocarse la punta de los pies! Aunque que fuera tan negado era solo una apariencia, porque al final el maestrito Shifu resultó todo un estratega y logró motivarlo con lo que más le gustaba (la comida, en este caso). Nadie se convierte en un guerrero si no tiene madera. Y –ya sé que es una película– al final Po logró derrotar al malvado Tai Lung.
Sabemos, sin embargo, que todo eso es bastante poco probable. Porque en la vida real, nadie se preocupa del obeso panda Po ni del maestrito Shifu y mucho menos del Maestro Tortuga (en la web de Kung Fu Panda ni siquiera figura). Al mundo solo le interesan los Cinco Furiosos.
Como sea, yo lloré. Y también estaba Astor, en la butaca de al lado, con las piernitas colgando.
Levrero se murió por cabezón, o quizás porque amaba más el aroma de las rosas que el peso de los bastones. Y no pongo foto de Kung Fu Panda porque no quiero sufrir una demanda de Dreamworks.
Comentarios
Todos podemos ser otros, aunque pasemos años enteros pensando que somos los mismos de siempre.
Yo no conocí personalmente a ML, pero de alguna manera misteriosa, por él he vuelto a escribir, por seguri su pista me he encontrado a mi misma y a una comunidad valiosa, y a tí. De algún modo misterioso entonces, me han alcanzado algunos pétalos de rosa... muy a la distancia. Doy gracias a quién sea por eso.