Salas de espera: otro flash de Guanajuato
(curiosamente, el texto se llamaba casi igual que el último post de mi amiga V...qué karma!)
Seguí con tos toda la noche y estoy harta de despertarme tantas veces creyendo que me ahogo en un estanque. Después de dos semanas de fastidio tuve que aceptar lo inevitable: debo ir a un doctor, por más que lo deteste. No conozco a nadie en Guanajuato; sólo de pensar en averiguar cuánto cobran las consultas, estar en un pasillo frío con sillas recargadas contra la pared y frente a frente, escuchar el tic tac de algún reloj central, contener los bostezos por la hipnosis del tubolux... ¿Quién quiere contarle sus vulnerabilidades a un desconocido? Pero la autocura hipocrática no estaba dando mayores resultados.
El asunto es que llegué a un consultorio en la Plaza de la Paz, doctor Alonso Cervantes. Parece que este señor es una de esas referencias inamovibles que le quedan a la gente de por vida: una clienta de G. nos lo recomendó porque de niña le había curado sus problemas crónicos de garganta. Claro que cuando ella era niña, el doctor ya habría empezado a perder el pelo y a encanecer el poco que le quedaba. Subimos al consultorio y nos sentamos en la sala de espera; el lugar era bastante oscuro, húmedo, y tenía toda la apariencia de ser el mismo consultorio que quizás inauguró con gran pompa allá por 1930. El sillón estaba completamente vencido; podía balancearme en él, hundirme en sus almohadones como si se tratara de un escondite estratégico.
Era curioso: revistas viejas sobre la mesa, el periódico del día, tubos, palanganas, botellas añejas de suero pre-guerra mundial, instrumentos de goma percudida, pinzas... Se abrió una puerta de madera chirriante y el doctor nos saludó; luego, el paciente anterior salió con él y nos preguntó si teníamos cambio de $ 200. No teníamos: traíamos los $ 50 justos que cobraba el doctor. “¡Cincuenta pesos!”, se me daba por pensar, y una angustilla más molesta que la misma tos me recorría el pecho. Me imaginaba los tiempos de gloria del doctor; se pasearía muy ufano en traje y chaleco por las calles de Guanajuato y saludando a todo el mundo, sus zapatos brillantes contra la calle empedrada. Ahora tenía un consultorio detenido en el tiempo, una linternita de abuelo guardada en su gastada caja original de cartón, un viejo diván cubierto con papel, un banquito redondo, una vitrina con vidrios empañados y una señora que va a limpiar una vez a la semana. Y cuando él no la ve, la mujer sólo echa un poco de hipoclorito de sodio en el piso para que huela más o menos desinfectado.
Cuando nos indicó que entráramos, apareció otra persona para atenderse. “Pase: ahí tiene el periódico”, le dijo el doctor muy orgulloso de sus servicios a la clientela. Entramos a la consulta; recién entonces me dí cuenta de que el viejito era prácticamente sordo. Su audífono era más protagónico que su cara misma; tenía unos pocos pelos en la cabeza, bigote blanco y era pequeño, encorvadito, temblequeaba al caminar. Como poco tendría ochenta años; le subió el volumen a su aparato a ver si podía llegar a entender si tuve fiebre o no. “Vamos a auscultar”, dijo, pero aunque hubiera tenido un cocodrilo comiéndome los bronquios, él no se hubiera enterado. Se sacó el audífono para tratar de escucharme mejor, pero al volvérselo a colocar en la oreja empezo a hacer ruidos agudos, acoples por el volumen tan alto. Antes a G. le pasaba lo mismo en el cine, en el silencio sepulcral de una película, y uno siente tal bochorno; siente que todo el mundo lo mira, que todos están reprobando el ruido pero el sordo no se entera y permanece inocente frente al agravio. Este doctor era igual.
“Cuando viejo, uno se descompone”, dijo. “Hace cuatro años también me caí y me rompí la cadera”. Sin embargo, este hombre se levantaba todas las mañanas con una misión que cumplir. No se aferraba a las caderas rotas, se aferraba a su función y se resistía totalmente a abandonarla. Cuando pasamos la primera vez lo vimos ahí, tan viejito y solo, leyendo el diario. “Pero hoy no le va tan mal”, me dije a mí misma para sacarme eso otro sentimiento rasposo que me tosía desde el alma. “El primer paciente que vimos, después yo, el otro que espera afuera... son $ 150”, trataba de animarme mientras salía. El día estaba soleado pero hubiera preferido que no.
Seguí con tos toda la noche y estoy harta de despertarme tantas veces creyendo que me ahogo en un estanque. Después de dos semanas de fastidio tuve que aceptar lo inevitable: debo ir a un doctor, por más que lo deteste. No conozco a nadie en Guanajuato; sólo de pensar en averiguar cuánto cobran las consultas, estar en un pasillo frío con sillas recargadas contra la pared y frente a frente, escuchar el tic tac de algún reloj central, contener los bostezos por la hipnosis del tubolux... ¿Quién quiere contarle sus vulnerabilidades a un desconocido? Pero la autocura hipocrática no estaba dando mayores resultados.
El asunto es que llegué a un consultorio en la Plaza de la Paz, doctor Alonso Cervantes. Parece que este señor es una de esas referencias inamovibles que le quedan a la gente de por vida: una clienta de G. nos lo recomendó porque de niña le había curado sus problemas crónicos de garganta. Claro que cuando ella era niña, el doctor ya habría empezado a perder el pelo y a encanecer el poco que le quedaba. Subimos al consultorio y nos sentamos en la sala de espera; el lugar era bastante oscuro, húmedo, y tenía toda la apariencia de ser el mismo consultorio que quizás inauguró con gran pompa allá por 1930. El sillón estaba completamente vencido; podía balancearme en él, hundirme en sus almohadones como si se tratara de un escondite estratégico.
Era curioso: revistas viejas sobre la mesa, el periódico del día, tubos, palanganas, botellas añejas de suero pre-guerra mundial, instrumentos de goma percudida, pinzas... Se abrió una puerta de madera chirriante y el doctor nos saludó; luego, el paciente anterior salió con él y nos preguntó si teníamos cambio de $ 200. No teníamos: traíamos los $ 50 justos que cobraba el doctor. “¡Cincuenta pesos!”, se me daba por pensar, y una angustilla más molesta que la misma tos me recorría el pecho. Me imaginaba los tiempos de gloria del doctor; se pasearía muy ufano en traje y chaleco por las calles de Guanajuato y saludando a todo el mundo, sus zapatos brillantes contra la calle empedrada. Ahora tenía un consultorio detenido en el tiempo, una linternita de abuelo guardada en su gastada caja original de cartón, un viejo diván cubierto con papel, un banquito redondo, una vitrina con vidrios empañados y una señora que va a limpiar una vez a la semana. Y cuando él no la ve, la mujer sólo echa un poco de hipoclorito de sodio en el piso para que huela más o menos desinfectado.
Cuando nos indicó que entráramos, apareció otra persona para atenderse. “Pase: ahí tiene el periódico”, le dijo el doctor muy orgulloso de sus servicios a la clientela. Entramos a la consulta; recién entonces me dí cuenta de que el viejito era prácticamente sordo. Su audífono era más protagónico que su cara misma; tenía unos pocos pelos en la cabeza, bigote blanco y era pequeño, encorvadito, temblequeaba al caminar. Como poco tendría ochenta años; le subió el volumen a su aparato a ver si podía llegar a entender si tuve fiebre o no. “Vamos a auscultar”, dijo, pero aunque hubiera tenido un cocodrilo comiéndome los bronquios, él no se hubiera enterado. Se sacó el audífono para tratar de escucharme mejor, pero al volvérselo a colocar en la oreja empezo a hacer ruidos agudos, acoples por el volumen tan alto. Antes a G. le pasaba lo mismo en el cine, en el silencio sepulcral de una película, y uno siente tal bochorno; siente que todo el mundo lo mira, que todos están reprobando el ruido pero el sordo no se entera y permanece inocente frente al agravio. Este doctor era igual.
“Cuando viejo, uno se descompone”, dijo. “Hace cuatro años también me caí y me rompí la cadera”. Sin embargo, este hombre se levantaba todas las mañanas con una misión que cumplir. No se aferraba a las caderas rotas, se aferraba a su función y se resistía totalmente a abandonarla. Cuando pasamos la primera vez lo vimos ahí, tan viejito y solo, leyendo el diario. “Pero hoy no le va tan mal”, me dije a mí misma para sacarme eso otro sentimiento rasposo que me tosía desde el alma. “El primer paciente que vimos, después yo, el otro que espera afuera... son $ 150”, trataba de animarme mientras salía. El día estaba soleado pero hubiera preferido que no.
Comentarios
Y sentirlas así, con el alma!
Me emocionaste, Gab!
Beso,
Katia