El especial del Juez

Vengo cruzada con el mundo. Anteanoche organicé otro temporal sobre mi claraboya y casi no pude dormir, esperando escuchar de un momento a otro el nefasto sonido de los vidrios rotos una vez más, materializando mis propias fragilidades y recurrentes ataques en contra. Por suerte no fue así, no sucedió; sin embargo, el avisito interno fue eficaz y hace un rato me bajé en la oficina de Bomberos para retirar aquel  famoso informe que me debían, de modo de poder iniciar los  trámites legales y morales contra el edificio vecino y sus derrumbes. Realmente lo que menos quisiera volver a sufrir son ataques aéreos de corte misílico sobre mi techo: mi propia locura a lo Carrie no es controlable, lamentablemente, pero sí lo son los posibles desprendimientos de los muros linderos. O por lo menos  sancionables, luego de pagar un dineral y hacer frente a una burocracia pasmosa. Me incliné por lo práctico; lo otro requiere un exorcista.


Como ya dije, estoy cruzada con el mundo, así que todo me parecía mal: el bombero ardiente que atiende el escritorio tenía un visible anillo de matrimonio en el dedo (sospecho que se lo puso luego de leer mi tetralogía involuntaria en este blog, asustado por todas las mujeres que fueron a requerir sus servicios profesionales de apaga fuegos); me hizo firmar y poner mi cédula en tres oportunidades (con amabilidad, no puedo quejarme, pero no deja de ser una pesadilla toda esa dinámica de papelitos y requetepapelitos corroboradores del primer papelito); tampoco pude enojarme porque el contenido del documento era realmente lo que esperaba: se destacaba el peligro de desprendimientos desde el  edificio vecino sobre mi claraboya, fijaba las precauciones a seguir y recomendaba que colocaran una malla sombra para contener los cascotes en tanto se reparaban los sectores peligrosos. Nada. Ninguna cruzada que librar. Y alguien cruzado sin cruzada es un peligro.


Subo al ómnibus rumbo al café Tribunales, libre al fin. La tarjeta magnética me dice: "Viaje no válido", con una difamante cruz electrónica para que no quedara duda. Me desconcierto un poco; hubiera jurado que estaba dentro del plazo para viajar, pero acepto pagar (todo lo que me diga que estoy en falta provoca en mí esa automática reacción de querer reparar la ilegalidad e incluso disculparme). Aparece el letrerito de "1 hora" y paso la tarjeta, pero algo sale mal, no marca; el guarda se molesta, me recrimina haberme apurado. Yo le digo que no, que el letrero ya había aparecido, y que si quiere le pago en efectivo el viaje común. "No, no... "dice, malhumorado. No es para tanto, che. Al final, se concreta el cargo del boleto y me voy a sentar atrás. Pero mis afanes controladores no descansan jamás, y hete aquí que busco el boleto anterior y lo reviso. ¡Já! Lo que sospechaba: efectivamente, mi viaje estaba dentro del plazo. El  boleto viejo decía: "12.45" y el nuevo 13.20"; me sobraba montones, además de que (por más extraño que parezca) en Montevideo los boletos de una hora duran 80  minutos.

Vuelvo para atrás y se lo digo al guarda, pero de buen modo, tipo "¿Qué habrá sucedido?". Pero él, lejos de tomar una actitud comprensiva y darme una palmadita en la espalda -no le estaba pidiendo que me devolviera el importe ni nada así-, comenzó a culpabilizarme. Que si yo creía que estaba dentro del plazo, por qué entonces había pagado ("El tiempo es muy relativo... ", le dije, pero enseguida me callé pues el tipo nunca entendería cómo alguien puede vivir tan en las nubes como para no tener demasiado claro si pasaron treinta minutos o tres horas). Que las tarjetas se descomponen ("¿Y su máquina no puede estar mal?", discutí yo). Que yo me había apurado en pasar la tarjeta. En fin: causa perdida. Le dije que solo quería reportárselo por si le sucedía a algún otro pasajero y me senté en silencio en el asiento de adelante, pronta para bajar en breve. De lo poco que he aprendido en cuanto a ese afán que tengo de señalar la imperfección del mundo con el dedo es que en ciertos casos conviene claudicar y renunciar a tener razón: el tipo se iba a seguir defendiendo, sin ver que lo único que yo quería era que me dijera: "¡Pero qué barbaridad! ¿Qué habrá pasado?". 

Ahora, en cuanto a esa neurótica e incontrolable molestia que me produce tener que renunciar a gozar de un mundo perfecto, hay un caso claro en que la sabiduría todavía no me alcanza para tanto: cuando se meten con terceros, y con terceros que yo considero más débiles o vulnerables. El ómnibus paró, y un adolescente bastante tímido le dijo al chofer que se quería bajar. Fue suficiente para que el hombre le diera un sermón: que esa no era la parada de aquella línea sino de otras, que la parada estaba un par de cuadras después, que no se iba a morir por caminar un poco, etc. Yo subí las cejas, incrédula. Pero cuando la lengua se me disparó sin filtro alguno fue al escuchar: "¿Qué te crees, hermano, que esto es un taxi?"

Ni el muchacho ni yo ni nadie tiene por qué conocer los pormenores, sutilezas, reglas y dificultades inherentes al oficio de la apasionante vida de los guardas y choferes de Cutcsa. Simplemente tomamos los ómnibus para desplazarnos, tratamos de pagar el boleto de formas razonables y de bajarnos en las paradas más cercanas a nuestro destino, no importa dónde queden ni cuáles sean estas oficialmente en cada caso. Todo eso es problema de ellos, gajes del oficio, instancias que se nos deben informar amablemente. Nosotros vamos por el mundo pensando en otras cosas. Los que por definición deben convivir con ese bodrio cada día son los trabajadores de las empresas de transporte, así como los burócratas que creen que sus reglas arbitrarias y ridículas están escritas en la bóveda celeste y uno, por desidia, no las consultó antes de aproximarse a solicitar un servicio. Pero para eso les pagan; nosotros, en cambio, pagamos por el servicio. Ahí fue cuando, ante el silencio del muchachito que no se defendió, me escuché decirle al chofer:


-¡Che, pero para tomar este ómnibus hay que leer primero un manual! Si el pasajero no sabe dónde es la parada, no sabe: chau. Es asunto suyo explicárselo, no de él conocerlo.


El tipo me miró, azorado, por el espejo. Me quiso explicar algo, no sin antes dejar claro que yo me había metido en su conversación -que libraba a voz en cuello- con el adolescente. Yo le dije que no podía ser que tanto guarda como chofer se pasaran rezongando a los pasajeros; el guarda también me miraba con los ojos grandes, pero no dijo nada. El cacareo siguió unos segundos más y el muchacho se bajó, seguramente confundido pero en el fondo sonriendo por la inesperada aparición de Super Ratón. El resto de los pasajeros, como siempre en Uruguay, miraba.


Yo sabía que no sacaría nada con mi comentario, pero me pareció excesivo tener un par de "educadores" en el mismo ómnibus. Que le dijera que no era la parada estaba bien, pero lo del taxi era totalmente gratuito. Y acá todo el mundo se banca esas cosas: la dictadura del subalterno. ¿Quién se cree esta gente  para darnos cátedra de su pobre, minúsculo mundito de tantas, tantas horas por día, en las que básicamente se pasan charlando entre ellos como si estuvieran en el liceo todavía, haciéndose la rabona? Y cuando un pasajero molesta con esos asuntitos funcionales que no están escritos en el cielo, todavía lo sermonean. Lo cierto es que durante el resto del trayecto tanto el guarda como el chofer se quedaron calladitos. Yo también, y con visible cara de pocos amigos reflejada en el espejo.


¡Ah, qué fantástico resulta a veces permitirse ser una amargada de mediana edad que va por el mundo diciendo lo que se le pega la gana! Claro que no es muy buen pronóstico para la vejez, en que seguramente me pondré más irritable y obtusa. Pero lo importante es no consumirse en el caldo de la queja rumiante, como hace casi todo el mundo en este país. No: largar para afuera. La próxima vez dudo que (apostando que el pobre no se atreverá a contestarle) el chofer se abuse de un chiquilín con comentarios como: "¿Qué te crees, hermano, que esto es un taxi?" solo porque no supo dónde quedaba exactamente su estúpida parada. Pues podría estar, escondida entre el pasaje, una justiciera de mediana edad con disturbios hormonales propios del inminente climaterio (digo yo) dispuesta a pararle el carro.


Ni "mú" me dijeron cuando me bajé del ómnibus. Me vine al Tribunales y me pedí una copa de vino blanco y un especial del Juez. Creo que, tratándose de mí, ese siempre será el sándwich que mejor sabor me deja en la boca. Life rules.

Comentarios

MaGa dijo…
qué bien! yo estoy tan cansada de morderme la lengua por acá...El otro día el tipo no paró hasta 2 cuadras más lejos y cuando lo miré desde abajo con cara de pocos amigos, se le notó la cara de "habrase visto tal osadía"...
Hola!
Cómo estás? Tu historia en el ómnibus me hizo acordar a los famosos guardas de Cutcsa. Si los habré padecido!!! jejeje...
Es fuerte ese tema de lo no dicho, de aguantarse lo que venga, de aceptar lo inaceptable; es algo que nos quedó marcado a fuego.

Cuando recién llegué a Holanda justamente una de las cosas que más me impresionó fue ver cómo la gente se animaba a decir lo que pensaba en una forma muy directa, con total naturalidad, e inclusive hasta con calma: "No, no pienso así", "No estoy de acuerdo contigo", "Eso no me gusta"... etc. Frases muy corrientes por aquí. Es evidente que el pueblo holandés hasta ahora nunca vivió dictaduras de ningún color. No?

Abrazo desde Delft! Ale
Anónimo dijo…
Es cierto lo de las dictaduras: luego de esa experiencia formativa, uno carga con el miedo de decir y mostrarse el resto de su vida, o tiene reacciones contrafóbicas. Ahora, una cosa es temerle a una dictadura militar y otra a la dictadura del subalterno, ja ja! Eso tiene que cambiar! Patria o muerte, venceremos!
Abrazos hacia Holanda y México, cortesía de internet y el siglo XXI.
J. M. dijo…
saludos sorjuana; quisiera agradecerle su comentario en mi blog...