Electrocardiograma del duelo (10)

Fue falsa alarma. El electrocardiograma del duelo -o mejor dicho el duelo mismo, el mío- goza de buena salud todavía.

El domingo mi papá cumplió 75 años y no pude estar con él. Hace 25 que no vivimos en el mismo país, que hemos rebotado repetidas veces sobre un extraño tablero de billar cuyas esquinas son Montevideo, Panamá y México en sus varias versiones: DF, Guanajuato, Querétaro. Quién sabe cuál será la cuarta esquina. En marzo, cuando vinieron, le di a mi madre un regalito para este momento; eran 3 CD. Mi padre no escucha mucha música; en realidad, le cuesta tomarse tiempos de ocio. Hasta sus intereses más personales terminan tiñéndose de trabajo, de energía generosa puesta a disposición de los otros, pero a estas alturas de la vida le resulta difícil aprender a hacerse tiempo para él mismo. Supongo que no quiere tomarlo, en el fondo, o quizás la programación de alguien que tiene responsabilidades sobre sus espaldas desde hace casi seis décadas es prácticamente imposible de desarticular. Cuando le insistía en que tenía que darse espacio para la lectura, empezó a leer la Biblia casi como un cabalista insomne; recién ahora se dio cuenta de que puede leer otras cosas, pero a estas alturas daría vuelta a cualquier Testigo de Jehová en una pulseada (cosa que no hace porque, con su manera de ser, le invitaría un café y terminarían siendo grandes amigos). Con la música igual: creo que le debe costar escuchar y no hacer nada. Sin embargo, en 1985 le regalé un cassette con una selección de Darnauchans (cuyos discos había descubierto ni bien llegué a Uruguay, a fines de 1982, música arrumbada en ejemplares únicos de pasta en Palacio de la Música que me fascinaron y fui comprando, intrigada); por ahí anda dando vueltas todavía, un cassette dedicado a mi padre que en aquel entonces tenía unos cincuenta años.

Le fascinó. Se sentaba y lo escuchaba con toda atención.

Cuando hace unos días lo llamé para felicitarlo, me dijo que le había encantado el regalo de los tres CD y que yo tenía razón, que debía tomarse un tiempo para su ocio. Y agregó que tanto Numa Moraes como Darnauchans eran "santos de su devoción", una forma algo bíblica de demostrar su aprecio (el tercer CD era de Asaltantes con Patente, que le traería recuerdos pero era otra cosa). Yo le dije que ambos discos, el de Numa cantando a Benavidez como El ángel azul del Darno, eran clásicos desde el nacimiento, discos históricos, pináculos que compiten con toda dignidad con los mejores puntos de estos músicos en el pasado. "El ángel azul es el último suspiro del Darno, un maravilloso canto de cisne", le dije.

Sería por imaginarme a mi padre escuchando al Darno allá en Panamá, sentado idealmente en un sillón, con tiempo para sí mismo, pero hoy me puse a escuchar yo misma El ángel azul. No pasé de la primera canción sin llorar, probablemente por ese juego de espejos del tema generacional y los padres que sangran para darnos paso, o simplemente por reencontrarme con la voz de Eduardo en aquel último momento mágico en que también sangró, pero por última vez sobre la tierra, sobre El ángel azul. Como el ruiseñor sangró sobre la rosa para que el amante tuviera una flor que entregar a la muchacha (mejor no recordemos cómo termina el cuento).

La canción que más me conmueve en ese disco es "Sonatina". Me llega al alma imaginarlo cantándola, cantándose, reconociendo su juventud herida en tiempos de los tiranos (que es la de muchos en épocas de dictadura, porque somos parte de una generación hambrienta, desprovista). Pero lo que me cala más hondo es cuando dice que ningún general será recordado nunca, y uno sabe que Darnauchans sí, que a él lo recordaremos siempre. Es una forma de ganar la batalla final -siguiendo con la metáfora bélica- antes de que las cenizas se dispersen en el viento. Más de una vez he llorado cuando llega esta canción en mi MP3, recuerdo haberme parado en la esquina del Sabot deseando que ningún mozo me viera desde adentro. Es algo loco escuchar canciones y conmoverse mientras uno se desplaza por las calles: gajes de la tecnología actual. Prefiero parar, disfrutar el momento sublime, cuando todos los hilos se juntan y la telaraña de la vida misma se alza hermosa, brillante, frente a nuestros ojos.

Me pregunto por qué hay tan pocas fotos del Sorocabana en internet. No entiendo dónde estaban los fotógrafos en aquel entonces, qué hacían, qué podía importarles más cuando mi café existía.

(Foto de Panta Astiazarán)

Bello número especial sobre el Darno este mes en 45RPM (que, a diferencia mía, no incluyeron el crédito de las fotos de Guzmán que utilizaron)

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Now playing: Eduardo Darnauchans - Sonatina
via FoxyTunes



Comentarios

Elizabeth dijo…
Hace casi veintitrés años, en el Sorocabana, conocí a un personaje inolvidable, se llamaba Isidoro
(era muy parecido al de la foto que está sentado...tal vez era él). Tenía cerca de 85 años y todos los días rondaba las mesas a la espera de que alguien lo invitara con un café. Sabía muchísimo de Historia. Un día se sentó en mi mesa (lo invité con un café y un sandwich)y me habló de Rasputin , la historia de Rusia, de zares y zarinas. Era un placer escucharlo a ese viejito casi cadavérico que en el crudo invierno hacía lo posible para que lo internaran en el Maciel para poder recibir comida y cama tibia, aunque fuera por unos días.
Isidoro se fue de este mundo poco tiempo antes de que el viejo Sorocabana desapareciera de la esquina mágica donde tuve mi primer cita con quien luego fuera mi marido por dieciocho años.
Lástima que en aquella época yo no sacaba tantas fotos como ahora.
MaGa dijo…
No puedo leerte en el laburo, me salen el moco y tengo que arrancar pal baño...
Qué bello Gabriela, y qué bella foto la de Guzmán.
El artículo lo leo después...no me animo ahora.
Anónimo dijo…
MagaUruguaya, qué honor hacerte llorar en tan mal lugar... Es que te vienen las nostalgias todas juntas.

Eli, en verdad que deberías haber fotografiado el Sorocabana, pues por lo que veo también fue clave en tu vida. A los 20 años, yo iba todos los días prácticamente, incluso los domingos (que abría) a juntarme con amigos para paliar ese "bajón" que le viene a los jóvenes que todavía viven en casas de otros.
Después, e incluso en Yí, iba tres o cuatro veces a la semana. Era mi segundo hogar, sin duda. Extraño todo: las mesas, el café malísimo, los mozos, los viejos, y al Darno, por supuesto (y a Marosa, con su eléctrica presencia de sacerdotisa).
Ramiro Sanchiz dijo…
Recién descubro tu blog a partir de tu comentario en Aparatos. Veo que, entre otras cosas, nos une la pasión por la obra de Levrero; una maravilla. Hace pocos días tuve la oportunidad de releer "Todo el tiempo", preparando una reseña que erá publicada en La Diaria con motivo de la reedición que será publicada por HUM. Que gran muestra de la maestría Levreriana!